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Actualización: 24/01/2012

Una carta sobre Eugenio Montejo para Tomás Segovia, Manuel Borrás y Luis Muñoz

Darío Jaramillo Agudelo

Bogotá, martes 8 de julio de 2008

Muy queridos Tomás, Manuel y Luis:

Afectuoso saludo. Por un lado quisiera estar con ustedes allá, en la Residencia, en su compañía, todos pletóricos de amor por la persona y la poesía de Eugenio Montejo. Por otro lado, temeroso de que mis lágrimas le suban la nota a la emoción del momento, prefiero llorar aquí a solas mi vacío por la ausencia de Eugenio y esperar una ocasión menos cargada para tener el gusto de verlos.

Cuando conocí a Eugenio Montejo ya admiraba su poesía. Esto fue a principios del decenio de 1980 y tuve cabal conciencia de estar dándole la mano a un gran poeta. Su ausencia me da la licencia para proclamar que esa devoción fue siempre en crecimiento y que tuve la bendición de la vida de juntar esta admiración con el afecto a una persona entrañable y más que buena.

La poesía de Eugenio Montejo, con su pausa pensada, con el ritmo de un susurro contenido y sereno, nunca falta al oficio de las revelaciones. Con el asombro de un niño y la sabiduría en la escogencia de las palabras por quien conoce el punto de cruce entre el pensamiento y la música, sus poemas dan vueltas alrededor de los comprobados milagros que el poeta conoce, comenzando por el milagro de su propio instrumento, la poesía.

Gran poesía: no tengo ningún derecho para hacer juicios de carácter general. Solo hablo de mi experiencia como lector de poesía, de gozador de la poesía.

Su taller, su taller blanco, se instrumenta para la transparencia; el poema se refiere a lo insondable y sus palabras están calibradas para alumbrar con claridad unos fragmentos del misterio y, por eso mismo, su tono está cerca de la intimidad y de la confidencia. No hay distancia entre la revelación y la palabra, una y otra son lo mismo y por eso nos acercan diáfanamente a lo sagrado. La honda belleza de sus poemas proviene de la serenidad luminosa de sus visiones, siempre referidas a lo que más profundamente nos concierne, el sentido y verdad de lo que somos.

Uso el tiempo presente para referirme a nuestro poeta. Tengo una teoría, no yo, mi corazón, al que le creo más que a mí. Él sabe. Él sabe que Eugenio está en Puerto Malo, esa bahía de pescadores donde vivió don Blas Coll, el mítico tipógrafo y cabeza de todos los colígrafos. Allí está Eugenio y allí se encontró con el pulpero Simón Gil, con el sabio Josef, “el médico bueno” de Puerto Malo. Con el barbero Domingo López, con el telegrafista que le ayudó a Blas Coll a escribir un catecismo en clave Morse. También se encontró con el poeta Lino Cervantes, que regresó a Puerto Malo donde lo daban por muerto, con Sergio Sandoval, con Tomás Linden, ese asombroso sonetista que escribe en castellano “con dieciocho vocales en la cabeza” y con el travieso Eduardo Polo, “el mago”. Sí, allí está en Puerto Malo, tengo la prueba: de su puño y letra una declaración manuscrita en el Añalejo, ese cuaderno manuscrito que se encuentra en el taller de tipografía de Blas Coll:

“Para un epitafio: -Dije que lucharía por volver. Y en eso estoy.”

Pero hay más. Eugenio Montejo lo escribió de alguien más y ahora yo utilizo sus palabras para dar fe de lo que digo. Que él está en Puerto Malo pero que sus poemas siempre lo tendrán con nosotros:

“No ha muerto. Cambió de ruta el tiempo
que pasaba a su lado

[…]

Tal vez seamos nosotros los ausentes,
los que quedamos de este lado del eclipse”.

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