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Chavela Vargas

Chavela Vargas

Actualización: 05/10/2012

Marco Antonio Campos

Chavela Vargas: Nunca me aferré a nada

Entrevista de Marco Antonio Campos a la cantante Chavela Vargas.

 

Chavela Vargas nació en San Joaquín de las Flores, Costa Rica en 1919. Llegó a México a los 17 años y se ha sentido siempre mexicana. Nadie que haya oído cantar a Chavela la canción mexicana no se ha cimbrado con su voz desgarrada que sale hecha sangre desde el abismo del alma. Al principio y por un tiempo José Alfredo Jiménez la llevó de la mano en el mundo artístico y a nadie Chavela admiró más como compositor que a José Alfredo. En una tradición de mujeres que cantaron con arrebato hasta romperse el alma, como Lucha Reyes y Lola Beltrán, ella es la tercera. Chavela ríe o sonríe, sin ninguna contrición, al recordar los miles y miles de litros de tequila que se bebió, hasta que entre la bebida y la vida se decidió por la vida. Marginada a fines de los setenta por los magnates de las disqueras mexicanas, el librero español Manuel Arroyo la volvió a lanzar en 1993; a sus 74 años, ante el asombro de muchos, su éxito en Madrid fue arrasador, y duró un buen número de años más. Ha grabado más de 80 discos. “Macorina” y “La negra María” son tal vez las canciones con las que más se identifica y más la identifican. En España se hizo gran amiga de Pedro Almodóvar, quien la llevó a cantar en un par de películas, y de Joaquín Sabina, quien le compuso una canción. María Cortina publicó en 2009 un emotivo libro testimonial (Las verdades de Chavela). Murió el pasado 5 de agosto en la ciudad de Cuernavaca, México.

 

CANTO A LA VIDA

El canto me dio todo. Me dio la belleza de la vida. Me ha servido para tenerme y mantenerme. Aquí en Madrid, por ejemplo, en este 1993, vivo envuelta ahora por todo ese encanto del mundo que me rodea. Cómo puedo sentir un público que llora y sólo puedo llorar hacia dentro, porque no puedo hacia fuera. Eso de que un artista llore en escena es un recurso baratísimo. Por eso tengo que tragarme las lágrimas, pero a veces me queman la garganta.

   No puedo desligar canto y vida. Mi canto son mis vivencias y mis vivencias son mi canto. Claro: me agarré de las letras de Agustín Lara, de Gonzalo Curiel o de José Alfredo Jiménez, de todos esos poetas increíbles, pero a través de sus canciones yo grité mis angustias, mis tristezas, mis nostalgias, lo que fue, lo que no fue, lo que es. El canto se presta para todo lo bello y doloroso. La canción es letra y música, es vida y música.

 

“MACORINA” Y “LA NEGRA MARÍA”

He tenido, sí, algunas canciones predilectas. Desde luego “Macorina”. Una de las veces que vine a Madrid, un poeta español me dijo: “No te perdono que me hayas quitado a Macorina. Te la llevaste por el mundo y tienes cuarenta años con ella”. Hay también un candombe argentino, “La Negra María”, que canté por muchos años. Voy a contarle una historia rara y triste. Estaba cantando en México en un centro nocturno. Un disco mío acababa de salir y estaba de moda: “La Negra María”. De Colombia llegó una familia a México. Habían dejado en su país a una hija muy enferma que iba a cumplir quince años. La niña andaba vuelta loca con la canción. Los padres habían enviado una serie de análisis de la niña a Houston y su siguiente escala era allá. La pareja fue al cabaret donde yo cantaba, y estando allí, les llegó un achichincle con un sobre. Eran los resultados de Houston. Lo abrieron y leyeron el diagnóstico: leucemia. Salieron del cabaret como locos y se fueron al hotel. Telefoneó el padre a Colombia y habló con la niña y la niña le dijo que lo único que quería era que Chavela Vargas fuera a su casa y le cantara “La Negra María”. Los padres se comunicaron conmigo y me preguntaron si podía estar en los quince años de la niña. Ya no tenía ningún sentido ir a Houston. Ya se imaginará cómo me sentí. Casualmente a los dos días me telefonearon de Colombia para invitarme a trabajar. Me comuniqué al hotel con el padre de la niña para informárselo.

    La primera noche en Colombia fui a su casa y le hablé a la niña y la besé y jugué con ella. La niña me dijo que le cantara “La Negra María”. Todo mundo salió del cuarto y me quedé allí con Rojitas, el guitarrista, pero ni yo podía cantar ni él podía tocar. Se me atoró la canción en la garganta. La niña me insistía que cantara esa parte de: “Ya nunca, Negra María, tendrás quince años”.

    Me despedí de la familia y llegué a Medellín y luego a Cali. Estando allí, el 31 de diciembre recibí un telegrama que la niña dictó antes de morir: “Me voy al cielo. Te voy a hablar de allá”.

 

DE COMPOSITORES

Desde luego admiro a Agustín Lara, el poeta más poeta, pero también a Gonzalo Curiel, cuya “Vereda tropical”, en 1940, tuvo una repercusión mundial, a Gabriel Ruiz, el de Guadalajara, y a Alvaro Carrillo y a Tomás Méndez. Está José Alfredo Jiménez, quien llegaba a componer dos canciones diarias, ¡y qué canciones! Las escribía hasta en los vidrios de los coches. ¿Se acuerda de “El caballo blanco”? Pues era un coche Chrysler blanco modelo 1957. Lo estrenó un domingo y viajaron en él hasta Baja California. Por eso el caballo pasó por la sierra nayarita y por eso el Valle del Yaqui le dio su ternura. Pero el miércoles, me parece, ya lo habían tirado al deshuesadero. Era tan poeta José Alfredo que cuando uno oye la canción de veras está creyendo que llora la muerte de su caballo blanco.

   Entre los nuevos se halla Juan Gabriel, quien es bastante bueno, pero no iguala a José Alfredo. Los mexicanos escriben sus propios sueños. Parece que los escriben con una pluma de luceros.

 

LIBERTAD Y VIAJES

A mí se me ha dado la libertad. Soy una gente sin ataduras. Cuando tenía cuatro años me dio poliomelitis y quedé paralítica. Creyeron que no volvería a caminar. En aquel siglo lejano de mi infancia no había nada que curara la polio. A lo más se usaban aparatos en las piernas. Mis padres pensaron que ya no servía y lo mejor –lo han de haber pensado- sería tirarme a la basura. Pero mi afán de libertades me nació cuando veía a mi hermano jugar y yo no podía. Pero a mí misma me decía por dentro: “Me voy a levantar de aquí y voy a jugar. No voy a quedarme así”. No eran exactamente las palabras, pero ésa era mi voluntad.

   Un día un indio llegó a la casa y dijo: “Yo curo a esta niña, si me lo permiten”. Como yo ya no servía mis padres consintieron. Qué más daba. Pero yo al principio no me dejaba, pero el indio agarró un montón de hierbas, se las echó a la boca, y todo eso lo masticó y me lo echó a la boca, y me lo tragué. No sé qué hizo pero me curó.

   A mí me gusta caminar, caminar, caminar… No me aferro a nada. No tengo temor a nada. Digo lo que pienso y hago lo que quiero.

   Yo me marqué una meta y la logré. O para decirlo con dos líneas de canciones: “Ya la vida toda la viví” y: “Me puedo ir mañana mismo de este mundo”.

   La libertad se vive y se conquista, se conquista y se vive. Acuérdese de que la vida, la muerte y la libertad son femeninos; lo único que nos jode es masculino: el amor.

  

LA CONTADORA DE HISTORIAS

Quizá eso se me da porque soy muy metiche. Estoy acostumbrada a sentir lo que pasa en torno mío. Todo me sorprende. Oigo, veo, toco, gusto, siento. Un ser extraño me ha guiado siempre. Y aquí y allá voy sabiendo de cosas.  Y las cuento.

 

LA LEYENDA DE LA SANTA BEBEDORA

Hablando de historias voy a contarle algunas de cuando bebía. Todos saben que bebí hasta donde es dable beber. Miles y miles de litros. No sé dónde me cupo tanto. Me pasaba cada cosa en las borracheras que a veces ni cuenta me daba. Una vez hubo una fiesta por Tepoztlán. La fiesta se llama del Pericón y sucede por septiembre. Te encierran en la milpa donde crece el elote. Es una ceremonia muy en serio. Como yo era perdida de borracha todo lo volvía pachanga y todo mundo me seguía. Yo no sé de donde diablos me nacía, pero había en mí un poder de persuasión increíble para atraer a los borrachos. Y eché a perder la ceremonia.

    El alcohol tiene su magia. No voy a decir que ahora me arrepiento. ¡Nooooo! Me divertí muchísimo. Me pasaban las cosas más absurdas, y luego me preguntaba a mí misma: “¿Pero yo hice eso?” Una vez, me acuerdo, monté un caballo como a las seis de la mañana, y un señor me hizo una observación: “Oye, Chavela, vas al revés”. Y yo, para salir del paso, le contesté: “¿Pero tú sabes dónde voy yo?” No sabía de verdad dónde meter la cara de la pena.

   Yo no fui una alcohólica mala, de deberle a la gente, de robar para beber. Si quiere, sí, un poco autodestructiva. Un día inventé que no debía trabajar, pues los dioses me dijeron que no lo hiciera. Y me dediqué a la pachanga, a beber con mecánicos y albañiles, y aun me dio por construir casas con los albañiles. Acompañaba a los maestros de obras. Aprendí mucho de ellos. ¿Usted sabe que hay una ceremonia del colado del techo? Cuando lo terminan se hace una fiesta, la cual no puede dejar de celebrarse, porque la casa se sala. Al terminar de echar la última cubetada de cemento empieza el chupe, y el chupe, con todos los albañiles del pueblo, dura dos o tres días.

   Hace cosa de más de un año los albañiles llegaron a mi casa con un camión de carga lleno de cerveza y de pulque. “Vamos por la Vargas”, dijeron. Y me invitaron a Palo Bolero. Pero una ayudante mía, que está en la casa, los previno: “A la señora ya se le cayeron las alas”. Cundió la consternación.  El ayudante municipal declaró: “Hemos sufrido una pérdida irreparable: la Vargas ya no bebe”. ¡Qué bárbaros! En vez de decir: “Hemos ganado con que la Vargas ya no beba”, yo representaba una pérdida.

   Cuando cantaba en Acapulco en los años cincuenta (en el Acapulco elegante y bonito de entonces) pasaba por allí todo Hollywood. Era gran cuata de Rock Hudson, con quien íbamos a comprar chocolates y cigarros, y con él, con Ava Gardner y Elizabeth Taylor bajábamos en las tardes a la Quebrada. Canté incluso en la boda de la Taylor con Mike Todd. Fue tal la bebedera que nadie amaneció con quien debía. Y aun a la Taylor se le perdió Mike Todd.

   Otra vez me invitó una señora sensacional, la Baby Galeana, dueña de medio Acapulco. Estaba con unos amigos acostados en hamacas frente al mar y celebrábamos con copas. Estaban tristes y recordaban a Chilo, el pescador. Pregunté quién era y qué había pasado con él. Me contestaron que estaban muy dolidos porque Chilo había dejado a la esposa y a los hijos porque lo llamó la sirena y él la quiso oír y se fue a vivir con ella y hasta le puso casa. Contaban que Chilo salía a veces del mar pero le daba vergüenza y no se atrevía a ir al pueblo. Ellos lo veían, porque en las noches la sirena fosforescía y Chilo tenía cara de pena. La verdad es que Chilo, el pescador, tuvo paludismo y se ahogó en el océano, pero no podían creer que la historia fuera tan sencilla y vulgar.

   Durante la última gran guerra llegó a Acapulco un príncipe francés. No sé si ya murió. Al príncipe le decían el Zarco por los ojos claros. Un día me lo presentaron, pero con la advertencia de que al príncipe no le gustaba hacer amistades. Me le acerqué. Estaba tendido en una hamaca. Era un hombre bellísimo. El príncipe era pescador y vendía pescado en el hotel Pierre Marqués. El señor que me acompañaba me recomendó que lo invitara a cenar con nosotros al hotel, pero el príncipe, con buena lógica, nos dijo que no, porque él vendía allí el pescado.

   Me acuerdo también de un cuete tremendo que me puse una noche con Andrés Eloy Blanco y con Pablo Neruda. Cómo sería la borrachera que nunca pudimos acordarnos de la letra de “Angelitos negros”. Andrés Eloy Blanco sólo decía: “Pintor nacido en…”, y de allí no salía.

   Fui tequilera por excelencia. Tequilerísima. Una vez trabajando en Guadalajara  me fui al Parián con los dueños de la casa Sauza. Allí, en la cantina, te dejan los caballitos que te vas bebiendo para no perder la cuenta. Yo estaba plática y plática con el tequilero de fama y de pronto advertí que tenía como cuarenta copas vacías. ¿Es mucho? Pues el señor Sauza tenía sesenta y el otro cincuenta. Fui la que menos bebió. No porque no haya querido, sino porque ya no me cupo. Como estaría la cosa que el dueño de la cantina dijo: “Se van a morir”. Sauza me preguntó que cómo me sentía. “Ahorita estoy perfecta, pero no sé cuando me pare”. Y así fue.

   En Guadalajara había una señora millonaria que me enviaba un avión para cantar en su finca de Tlaquepaque. Cerraba la finca. Una noche andaba ahogada de borracha con uno de los Corcuera. Caminábamos por el patio cuando por andar hurgando debajo de una chayotera encontramos un Rolls Royce. Se les había olvidado que existía. Qué coche más divino. Con unos llantononones así de altos. Tenía allí como 20 años. La chayotera había crecido y luego quién sabe cuánta cosa le echaron encima. Pues gracias a nuestro descubrimiento de borrachos lo sacaron y lo exhibieron en México.

   Los coches me han encantado. Cuando era rica, mi entretenimiento eran los de carreras. Tuve un Alfa Romeo, un Jaguar y un MG. Eran como de museo, porque sólo los muy ricos podían comprarlos. Pero por borracha chocaba en todos lados. Llegó a tal grado que una noche, en la Ciudad de México de los años cincuenta, las únicas dos personas que manejábamos en la calle a las cuatro de la mañana éramos una pintora (no le voy a decir su nombre) y yo. Pues la pintora y yo chocamos en una esquina y desbaratamos los coches. Y en las calles, se lo repito, no circulaba ningún otro. Por ese tiempo llegaba a suceder que la Ciudad de México estuviera a esas horas desierta. “Huyamos”, le grité a la pintora. No sea que llegue la policía”.

   A veces llegaban José Alfredo Jiménez, Álvaro Carrillo y Tomás Méndez al lugar donde yo trabajaba, y de allí nos íbamos al Tenampa, a la Plaza Garibaldi, a oír mariachis y a chupar. Y así sábado y domingo seguidos y ellos componiendo y haciendo sus cosas. Por cierto la canción “Tenampa” José Alfredo la improvisó en la misma plaza. El sabía muy bien que se iba a morir. Por eso la canción dice: “Puedo ganar más dinero para comprar un mundo más bonito que el nuestro, pero todo lo aviento, porque quiero morirme como muere mi pueblo”. Estoy de acuerdo con usted: José Alfredo es mucho más poeta que muchos de los que por ahí circulan y se nombran así. Me acuerdo de esa canción que empieza: “Anda la muerte cantando por toditas las cantinas”, y al final, ya la muerte y él borrachos, él le pregunta: “En qué quedamos, pelona ¿me llevas o no me llevas”.

   Nunca fui una santa ni tuve ni tengo vocación de mártir. Yo misma me puedo poner de ejemplo para comprobárselo. Tuve una enfermedad que los médicos saben pronunciar muy bien, pero yo no. Neuro…, quién sabe qué. Lo cierto es que de pronto se me abrían los dedos de las manos y los pies y empezaba a salirme sangre: limpia, purísima. Luego empezó a dolerme el costado y entonces dije: ¡Nooo! ¡ A mí estigmas ni de chiste! A mí no van a llamarme Santa Chavela del Tequilazo.

   ¿Quién me quita lo bailado?, me pregunta usted. Nadie. He vivido como esos camiones de ruta colombianos que les dicen los Transportes de la Muerte. Nadie llega a su destino. O esos aviones que al preguntar en el aeropuerto de Medellín (ése en que murió Gardel) a qué hora llegan, le responden: “Está al caer”.

 

MÉXICO, CREO EN TI

   A veces me ocurre que llego a algunos países y me toca oír cosas como: “Tenemos a Chavela Vargas, la venezolana”. Me quedo callada porque ni modo de decirles que de dónde sacaron tal cosa. “Bienvenida a tu tierra”, me dicen en otro país, y yo entre dientes mascullo: “Qué bueno que ya llegué pero qué bueno también que ya me voy”. Hace poco salió en una revista de México: “La ecuatoriana Chavela Vargas se va a España”. En Colombia (país maravilloso) no pierden la ocasión de aurolearme de colombiana. La verdad es que México está en mí. Siempre. Lo amas, está vivo. Almodóvar me decía la otra noche: “Me voy contigo a México”. Y yo le repuse que si iba era un país que lo iba a enloquecer.

    Hace poco estuve en El Tajín recién restaurado. Lo visité con unos amigos antropólogos. Juan, uno de ellos, se acercó para decirme: “Te voy a llevar a un sitio adonde nadie sube”. Y subimos a la cámara sagrada. ¡Qué murales! ¡Qué cosas más bellas! Y yo lloraba y Juan también. Era la revelación de las raíces y del pasado. Juan comentaba que era muy doloroso ver toda esa belleza y saber que quiénes la crearon ya no están. “No queda nada”, repetía.

   Cuando viví fuera de México padecía una nostalgia constante. A veces no me daba cuenta, pero era eso. México tiene una magia que te envuelve aunque no quieras. Vivo ahora en una comunidad indígena, en Ahuatepec, rumbo a Tepoztlán. Vivo precariamente, en una calle donde viven los humildes, porque en una borrachera malbaraté todo lo que tenía. Ahí se alza mi casa y puedo viajar y estar lejos como ahora en Madrid, y nadie toca nada. Me quieren mucho y me cuidan todos. ¿Qué más puedo agregar? Bueno: “México, creo en ti”.

 

 

 

 

 

 

 

 

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