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Actualización: 15/02/2012

El poeta y sus batallas

Por Piedad Bonnet

"Sus batallas son duras en un mundo donde, por lo menos, campean tres enemigos relativamente recientes: el bullicio, el vértigo, la banalidad generalizada."

Hace ya casi ciento cincuenta años que Baudelaire, en sus Poemas en prosa, habló con sabrosa ironía de la  pérdida de la aureola del poeta. “La dignidad me aburre”- dice éste al conocido con el que conversa en un burdel-  “Asimismo, pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá y se cubrirá con ella la cabeza…”. Sin embargo, y a pesar de la desacralización que desde entonces ha sufrido una figura que muchas veces se ha equiparado a la de un dios o un sacerdote, el prestigio de su oficio, al menos dentro del ámbito literario,  pareciera seguir casi intacto. Para muchos, la poesía es el género por excelencia, la quintaesencia misma de la literatura.  “Es obligado tener al poeta por aristócrata de las letras y al prosista por burgués y plebeyo”, escribe Susan Sontag. Y añade: “Y poeta siempre ha sido un titre de noblesse”. 

No pareciera haber correspondencia, sin embargo, entre el respeto casi general por la poesía o por sus oficiantes, y el lugar que ocupa el género en el mundo cultural de hoy en día. Pese a que, en un movimiento de resistencia que pretende darle oxígeno a la poesía,  cada día nacen revistas especializadas,  la red pone el poema al alcance de públicos muy vastos y se organizan encuentros y festivales que permiten que el lector corriente entre en contacto directo con los poetas y su obra, la recepción del público es cada vez más restringida, los canales de circulación estrechos, su divulgación en los medios culturales casi nula  y las ventas, según los editores y libreros, escasas. Y aunque siempre habrá quién se inicie en la poesía, quien haga  de ella una pasión e intente contagiar a otro de la necesidad de su belleza, el lector común prefiere hoy los estímulos casi siempre más sencillos de la narrativa. Además de que, en general, hay prejuicio y temor en relación con la poesía contemporánea: le teme el no iniciado, y también el periodista, que raramente la lee, y a menudo el novelista, y cientos de maestros de literatura, muchos de ellos universitarios.

En reciente entrevista hecha por el escritor Antonio María Flórez, algunos escritores se pronunciaban sobre una posible “crisis” en la recepción de poesía. Manuel Simón Viola, refiriéndose al mundo cultural español, decía: “Hace tiempo que la poesía ha sido desplazada hacia el terreno de las actividades sociales “inútiles”. Y Francisco Javier Irazoki, hablando de Francia: “La poesía ha sido arrojada a una fosa común. En las escuelas primarias francesas, los niños aprenden de memoria unas cuantas burlas de la poesía”. Respuestas similares podríamos oír de escritores de todas las latitudes. ¿Quiere decir esto que desaparecerá la poesía? Por supuesto que no. Pero sin duda, sus batallas son duras en un mundo donde, por lo menos, campean tres enemigos relativamente recientes: el bullicio, el vértigo,  la banalidad generalizada.

En efecto, no es sencillo para la poesía  hacerse oír en medio de la  vocinglería de una época que ha glorificado el ruido. Inmerso en un espacio sobrecargado de estímulos, bombardeado por toda clase de músicas y mensajes comerciales y noticiosos, que invaden sin pedir permiso todos los espacios públicos, el lector de poesía ve amenazado el silencio necesario para su recepción. Pero hay otro ruido, menos evidente pero igualmente dañino. Como lo dijo George Steiner en El silencio y el poeta, la nuestra es una civilización en la que “la proliferación de la verborrea en la investigación humanística, las trivialidades maquilladas de erudición o de revaluación crítica amenazan con obliterar la obra de arte y la exigente inmediatez del encuentro personal, base de toda crítica verdadera”. La poesía pareciera ahogarse en un mar de palabras inanes.

Una de sus potencias, entonces, se hace hoy más necesaria: la de recuperar  el silencio, que es desde donde nos habla el  misterio del universo. Pues al ruido la poesía no puede contestar con más ruido. Esto no quiere decir, sin embargo, que deba callar, sino que debe hablar con palabras que obedezcan, estrictamente, a la necesidad de decir. Ese es su rigor, esa es su ley. 

También corresponde hoy a la poesía, aún a aquella que señala el  vértigo de los tiempos, afirmar el derecho a la lentitud, que es inherente a su lenguaje. La poesía nombra, aún cuando está contando. Frente al vértigo de la prosa se alza la morosidad del lenguaje poético, ya que, como  dijo Mark Strand, “en un poema las palabras son la acción”. La poesía nos hace detenernos, oir, mirar, reflexionar.

Finalmente, en la aldea global uniformadora, en el mundo del consumo masificado que trivializa, falsea, simplifica, la poesía se ocupa de que  el lenguaje mantenga su capacidad crítica, reveladora, subversiva. El verdadero poeta, que es ante todo un buscador, hace de su vida un batallar constante  contra la inclinación de la lengua al acomodamiento, a la costumbre, a la repetición. De ese fuego es cuidador. Y en ese sentido, no puede tener límites. Su principio ético es la honestidad. Y esta le exige que no se encasille, no convierta su estilo en fórmula, no se trance ante las exigencias del poder o del mercado. En eso reside su libertad y la de la poesía. Que es superflua, en el sentido de que nadie morirá si ella no existe. Pero que, como se sabe, es fundamentalmente necesaria cuando se trata de mantener la humanidad de la especie.  

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