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Álvaro Castillo Granada

Actualización: 15/02/2012

Aurelio

Por Álvaro Castillo Granada

"Compré la biblioteca de mi amigo muerto. Ahora sus libros se dispersarán como hormigas en el camino, cada uno siguiendo su destino, encontrando un nuevo lector, habitando una nueva biblioteca. Los libros están vivos."

Mirar una biblioteca es mirarse a sí mismo. Estoy hablando de las bibliotecas que vamos armando y encontrando libro a libro, a lo largo de mucho tiempo, con paciencia y esfuerzo, como quien intenta dibujar todas las hojas de un árbol. Una selección de autores y temas que escogemos y elegimos para que nos acompañen. Son presencias que habitan nuestras paredes, voces que esperan hablarnos, páginas que esperan nuestras caricias amadas. En este ya largo oficio de librero en el que habito me he topado, muchas veces, con bibliotecas o libros de gente que he conocido. Sus nombres haciendo parte del texto me los traen de vuelta: algunas ya no están, otros se han ido. Algunos dejaron abandonados sus libros y confiaron en que podría ayudarlos a encontrar un nuevo destino. Lo que nunca me había pasado era encontrarme con la biblioteca de un amigo muerto. Una biblioteca que, prácticamente, conocí totalmente porque se la ayude a armar, se la ayudé a encontrar. ¿Cuándo lo conocí? ¿Cuándo lo vi por primera vez? No lo tengo ya claro. Debió ser en 1989 o en 1990. Sé que fue a la librería con Mónica, esa mujer de movimientos danzantes que podía paralizar el mundo con su mirada y el tono de su voz. Me quiso a su manera. Me bautizó con el nombre de un poema de Paul Verlaine. Verla era temblar. Besarla era despertar. Fue un testigo silencioso de nuestro no encontrarnos. De ese esperar antes de las ocho de la mañana, cuando aún hacía frío y la librería no se había abierto. Desde entonces comenzó a encargarme libros. Libros cuidadosamente elegidos. Preferidos. Algunas veces eran los que le tocaba leer en la universidad. Otras, la mayoría, eran los libros que necesitaba leer y encontrar. Libros que lo esperaban desde cuando emprendió la infinita aventura de convertirse en un lector. Siempre vestía un abrigo largo. Hablaba bajo. Casi susurrando y se reía con todo el cuerpo. Andaba por el mundo misteriosamente. No como un agente secreto o un espía sino, más bien, como alguien que quiere pasar desapercibido. Alguien que prefiere observar (la lectura es una forma de observar) y no participar. ¿Cuántos libros le conseguí? No sé. Ahora que los miro me doy cuenta que fueron una cantidad. El viernes en la mañana sonó el teléfono de la librería. Una voz me dijo: “Álvaro, es la mamá de Aurelio Jaramillo. ¿Cómo está?”. Hacía ocho años no oía esa voz. La última vez fue cuando abrí el periódico y me encontré en medio de los avisos de condolencias su nombre. Llamé inmediatamente con la esperanza de que no fuera él. Sí. No era otro. Amaneció y ya no estaba. Ver sus libros es verme a mí: su biblioteca no es sólo su historia sino, también, el reflejo de una época. Los libros que leía un lector desaforado que, para completar, estudiaba literatura. ¿Cuántas veces lo vi sonreír cuando, después de mi llamada, se encontraba con un sueño hecho realidad, con una cita cumplida? Fui al mediodía al apartamento de su mamá, después de almorzar. ¿Cuántos libros aún quedarán? ¿Cuántos habrán sobrevivido a su ausencia? Un lector es el pastor de su biblioteca. Sin él los libros tienden a perderse, extraviarse. Al no estar mirándolo pierden el rumbo y se convierten en el objeto de otros ojos. Almorcé con su presencia. Lo vi llevándose los libros uno a uno. Haciendo una fila inmensa para que Álvaro Mutis le firmara tres libros: La nieve del almirante, Abdul Bashur soñador de navíos y Un homenaje y siete nocturnos. Tomando coca cola y ofreciéndome un jugo. Leyéndome el tarot (es la única persona en quién he creído para hacerlo) y diciéndome que una presencia poderosísima (un hombre mayor) estaba interfiriendo en mi relación afectiva. Estaba llevándose a la que yo amé por primera vez y con la que iba a tener una hija que se iba a llamar Manuela. Preguntándome si iba a ir al concierto de Gun’s and Roses el 29 de noviembre de 1992 y, ante mi respuesta (“No, no puedo, no tengo plata ahora”), decirme: “Álvaro, usted ha hecho muchas cosas por mí. Yo lo quiero invitar al concierto”. Junto a él, y Juan Fernando y uno de sus hermanos, y Paola, y otros que no recuerdo, junto a miles y miles, sentimos caer la lluvia sobre nosotros cuando tocaron “November rain”. Y proponerme conseguirme un morral (sobre el que ya escribí alguna vez) de color azul a cambio de un libro. Yo le entregué mi ejemplar de Textos 1923-1946, de Antonin Artaud, publicado por Ediciones Caldén, Argentina, en 1976. Ese fue el primer libro que encontré cuando abrí la primera caja de cartón. Ahí estaba, mirándome. Lo abrí: estaba, como todos los libros de esa época, firmado con nuestro nombre: “catalinalvaro”. Ese morral azul me acompañó durante años. Fue, conmigo, a Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Cuba, España y Nueva York. Cargó toneladas de libros. Sufrió cientos de reparaciones. A veces cierro los ojos y nos veo andando. El viernes, en la tarde, después de llevar los libros a la librería fueron, respondiendo a una llamada de Documentos, de George Bataille, Giovanni y Juan. Tuvieron el inmenso privilegio y placer de abrir y escarbar y encontrar las cajas que, hasta ese momento, sólo yo había visto. Le mostré a Giovanni el libro de Artaud. Lo cogió y lo puso con los elegidos. Pensé por un momento en no venderlo: nos habíamos reencontrado. Me di cuenta que no podía ser mío de nuevo. Ya tenía otra historia, otra lectura, sobre sí. ¿Qué mejor destino que saber con quién se va? Se fue. En otra caja me asaltó otra sorpresa: el primer ejemplar que tuve de Literatura en la revolución y revolución en la literatura, de Óscar Collazos, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Era la séptima edición, no de color rojo, como la primera, sino habano. Se la di cuando conseguí la primera: el 19 de agosto de 1991. Alguna vez me la preguntó. También firmado por “catalinalvaro”. Ayer, en la tarde, fueron Carlos y Andrea, una pareja argentino-colombiana que hace un año llegó a la librería. Él me dijo: “No sé si nos recordás…nosotros vinimos buscando libros de Siglo XXI y Tiempo Presente…”. Claro que sí los recordaba. Estuvieron un buen rato. Escarbando recién desembarcados de Buenos Aires. Les regalé el libro. Nunca lo habían visto. Sigue su camino. También estuvieron Juan Carlos (quien lo recuerda) y Karen. Y Carlitos. ¿Por qué tendría un ejemplar mío/nuestro de Thomas el impostor, de Jean Cocteau, de la colección Libro Amigo de Bruguera? ¿Se lo regalé? ¿Se lo presté? No sé. Abrir cada caja y seleccionar era volver a verme/vernos: dos solitarios que se encontraron para hablar de libros. Y se hicieron amigos. Y se acompañaron en silencio. Recuerdo todo: por ejemplo, esos del barón de Hakeldama, los compró una vez que hicimos una rebaja en los libros más antiguos/quedados del 50%. Se los llevó feliz. Ahí está el Terra Nostra, en Seix Barral, que tanto esperó, sobre el que iba a hacer la tesis que me imagino nunca escribió. Durante años me encargó Común presencia, de René Char. Llegó a la librería poco antes que la dueña decidiera cerrarla para siempre. De los ocho años que duró yo estuve siete. Uno o dos días antes del final lo llamé por teléfono y le dije: “Aurelio, necesito que venga ya”. A los minutos llegó. “En ese estante está el libro de René Char que siempre ha buscado. Tiene un minuto para llevárselo”. Salió bajo su abrigo azul. Compré la biblioteca de mi amigo muerto. Ahora sus libros se dispersarán como hormigas en el camino, cada uno siguiendo su destino, encontrando un nuevo lector, habitando una nueva biblioteca. Los libros están vivos. Guardo para mí los dos tomos de La Cultura Underground, de Mario Maffi, de Anagrama. Sólo los había visto una vez en mi vida: los tenía David. Se le perdieron. Ahora usted me los consiguió/guardó a mí. Nos quedamos ahí Aurelio, con ellos, en ellos. Cierro un momento los ojos: nos estamos riendo. Usted se toma una coca cola. Yo un jugo de mora. Sus libros nos miran.

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