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Piedad Bonnett

Actualización: 05/03/2012

Apuntes sobre una cuestión de género

Por Piedad Bonnett

"Al ser la escritura no sólo un oficio sino una opción de vida y una aventura perpetua, adopta la forma de novela, cuento, poema, teatro o ensayo de acuerdo a las necesidades del escritor."

Cada vez parece interesar menos la discusión sobre los géneros, incluso en la academia. Estos han traspasado de tal manera sus propios límites, borrando en buena medida toda frontera estricta, que preguntas que en otro momento fueron de gran interés para críticos y estudiosos - qué es un cuento, qué es una novela, qué es un ensayo- parecieran haber perdido algo de pertinencia. Quizá la única reflexión  que sigue totalmente vigente es la que se interroga sobre la naturaleza de la poesía, no sólo porque ésta resulta siempre inquietante y difícil de aprehender, sino porque más que un género es una manera de aproximarse a la realidad que, si bien tiene su nicho más propio en el poema, concierne también a cualquier otro arte.

A la hora de juzgar la obra de un escritor, sin embargo, suele aparecer la noción de género, pero esta vez como prejuicio. Es corriente presuponer que un gran poeta debe ser regular novelista, o a la inversa. O que el que escribe buen teatro difícilmente  hará buena poesía. Por supuesto,  la realidad contradice todos los días tales creencias, por la sencilla razón de que, al ser la escritura no sólo un oficio sino una  opción de vida y una aventura perpetua, adopta la forma de  novela, cuento, poema, teatro o ensayo de acuerdo a las necesidades del escritor. Y como los ejemplos abundan, no incurriré en ellos.

Lo que hoy me interesa en esta breve página, sin embargo, no es tanto desvirtuar estos malentendidos, cuanto bosquejar algunas ideas - a partir de mi propia experiencia-  sobre las implicaciones de escribir novela o poesía. Comenzando por la elección del género que, me parece, resulta casi siempre sencilla, pues la intuición creadora descubre con relativa claridad qué forma dará a la historia o la idea que la asalta. Lo difícil viene después.

Jorge Luis Borges afirmó, con magnífico sentido del humor: "Soy demasiado perezoso para escribir novelas.  Para hacerlo hay que utilizar muchos rellenos". Afirmación que me remite, con una sonrisa, a otra, de Horacio Quiroga: "Un cuento es una novela depurada de ripios".  La intuición de Borges le dictaba lo que todo narrador sabe: que una vez escrita la primera frase de una novela está condenado a una especie de "trabajos forzados" que compromete su vida durante meses, casi siempre años.

Cosa muy distinta vive el poeta. Éste, según me lo expresaba también con mucha gracia  el poeta colombiano Darío Jaramillo, es en esencia un perezoso:  de cuando en cuando tiene una idea,  gesta en su cabeza el poema y lo escribe en cuestión de horas; luego viene otro período de incubación y reposo hasta que llega el siguiente, y así hasta que  reúne un libro.

Todo esto es, por supuesto, caricatura del oficio, pero no está tan lejos de la verdad. Lo que ninguno dice es que mucho trabajo puede garantizar, con un mínimo de condiciones, una novela decorosa, pero que la poesía, independientemente del tiempo que nos lleve escribirla,  no admite esa palabra. Hay buena o mala poesía, sin más.

Hay también quién afirma que, de la literatura, es la novela la que auténticamente hace su voluntad. Pero yo lo pongo en duda. Aunque toda obra de arte goza de libertad intrínseca, se dicta sus propias leyes, los narradores son siempre, en mucha mayor medida que los poetas,  prisioneros de sus propias elecciones. Tono, ritmo, perspectiva narrativa, son algunas de las determinaciones  que someten al narrador una vez que las ha tomado. Éste,  además,  por fabulador que sea, tiene un compromiso con la verosimilitud  que con frecuencia le exige investigación. (Como anotaba Valery, es posible que las servidumbres de la novela en algún momento lo obliguen a escribir "la marquesa salió a las cinco"). Y mejor que lleve muy claras sus cuentas, pues de lo contrario será declarado culpable si el burro que aparece en la primera parte se esfuma en la segunda.

El poema, en cambio, goza de libertad suprema, porque, como afirmó en un bello escrito Mark Strand, en él "las palabras son la acción". Al no tener que dar cuenta de una realidad externa al lenguaje, al ser ensimismada -aunque no autista- la  palabra poética es la más libre de todas y también la más imaginativa.  Su rigor, que es inmenso, nace de unas exigencias completamente  distintas a las de la novela o el cuento.  

Personalmente, cuando estoy embarcada en una novela disminuye en mí sensiblemente esa manera de mirar que propicia el poema.  En mis "horas libres" mi cabeza vuelve una y otra vez sobre lo escrito y proyecta su porvenir. A veces me asalta el desaliento o la incertidumbre, y en el peor de los casos sucumbo al aburrimiento. Nada de esto sucede con el poema, que brota como una promesa y se realiza en una batalla dura y breve, siempre excitante. Aún así, la novela es para mí un glorioso vicio, una tentación en la que recaigo como un adicto. La poesía es más que eso: una forma de redención que se parece mucho a la felicidad.

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