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Ilustración de Juan Vida

Actualización: 06/02/2017

Los poemas en prosa de José Emilio Pacheco

Por Marco Antonio Campos

El 26 de enero de 2016 se cumplen 2 años de la muerte del escritor mexicano 

Mi primer descubrimiento o revelación de la poesía de José Emilio Pacheco data de finales de 1967 cuando leí sus poemas en la mejor antología -la más propositiva e imaginativa- que se hizo en el siglo XX (Poesía en movimiento), pero curiosamente el poema que en particular me atrajo fue uno en prosa: "De algún tiempo a esta parte". Desde el título ya ahondaba en el alma un tono melancólico. Poema lleno de resplandor lírico, con un uso continuo de juego de contrarios, me parece que resume en alguna vía su obra: la crónica del desastre, el desgaste por la pérdida y el desamparo ante la humillación, pero con instantes súbitos de felicidad y esperanza. El castillo de arena no se lo llevaron las mareas; alguien lo tiró a patadas, "pero algún día el mar volverá a edificarlo". Fue asimismo una anticipación de mis preferencias en su obra poética: los poemas en prosa y los epigramas. ¿Por qué? Me parece que a Pacheco los poemas en prosa permiten una malla más amplia para trabajar temas, subtemas, microtemas, que revelan, si se sabe ahondar, secretos sorpresivos y riquezas súbitas; el epigrama es como deporte de arquería en que la ráfaga de la flecha envenenada oscurece el aire y termina dando en el blanco buscado: el rostro de los hombres.


Puede ocurrir, pero no es lo usual, que las mejores piezas líricas no sean los que guarde la memoria de un amplio público lector; a menudo la gente le cita a un autor un poema porque es lo que de él ha sabido vagamente o como si con eso diera a entender que está familiarizado con su obra. A García Lorca lo abrumaban donde llegase pidiéndole que les recitara el "Romance de la casada infiel"; a Neruda -él lo decía - lo fatigaban con el "Farewell; a Sabines le sucedía inevitablemente con "Los amorosos"; Pacheco para muchos representa sólo "Alta traición" y el desolador epigrama "Antiguos compañeros se reúnen" ("Ya somos aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años").


Aun si se contaba con notables antecedentes, si no me equivoco, es a mediados del siglo XIX con los franceses con quienes el poema en prosa toma carta de naturalización en occidente: Aloysius Bertrand (Gaspar de la noche), Baudelaire (Pequeños poemas en prosa), Rimbaud (Una temporada en el infierno e Iluminaciones), Lautréamont (Los cantos de Maldoror). En esos libros se encuentran las raíces de todo lo que vendría después: el poema en prosa subjetivo u objetivo o lírico o coloquial o narrativo o surrealista u onírico o realista o fantástico...


Insatisfecho crónico, para Pacheco la obra ha representado un extenso borrador, y por eso, poemas, cuentos, novelas, ensayos y traducciones, aun publicados, los ha corregido y retocado sin miramientos ni arrepentimientos a lo largo de décadas. Repetía Alfonso Reyes que escribir se hace con las dos puntas del lápiz: con el grafito y la goma de ; en un texto llamado también "El lápiz", Pacheco desarrolla esta idea, pero en su caso ha trabajado desde siempre más la goma de . ¿Por qué? Probablemente por lo que dice en un poema: "ningún arte llega a aprenderse del todo". En lo que toca a su tarea, quizá el caso extremo son las incontables versiones que ha hecho por más de veinte años de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot, su poeta paradigmático, o uno de los más. Pacheco no ha creído en la obra hecha sino haciéndose. Podría haber manifestado, como Paul Valéry, que su naturaleza es potencial y todo lo escrito por él son ejercicios. Alguna vez, alguien o algunos, con paciencia benedictina, harán un estudio de las modificaciones y variaciones innumerables que ha llevado a cabo en su obra.


En alguna vía, como poeta o escritor, Pacheco es lo contrario del conversador y conferencista digresivo y multitemático; en las páginas del libro que escribe busca, con precisión de relojería, demorándose el tiempo que sea o se considere necesario, que todo armonice -tono, lenguaje, idea, primera línea, desarrollo de la idea, línea final-, y a veces, cuando enmienda el texto que ya apareció publicado, hace que el reloj suene distinto o parezca otro reloj. Debo rectificar enseguida y hablar del otro polo. Alfonso Reyes aconsejaba que se debía educar improvisadores; Pacheco no sólo es un invencible corrector feroz, sino es poseedor de una cultura literaria vastísima. Basta revisar muchos de los artículos que escribió en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta en la Revista de la UNAM, en el suplemento "La Cultura en México" de la revista Siempre!, en el suplemento Diorama del diario Excélsior y en la revista Proceso, donde algunas veces, exigido por la urgencia periodística, se vio obligado a terminar los artículos en cuestión de horas, pero al leerlos parecen trabajados con afán y desvelo. Pero como poeta o escritor, como conferencista o conversador, Pacheco nunca peca de aburrido.


Para quienes desprecian lo narrativo en poesía, lo encontramos en occidente desde las raíces -desde Homero-, y lo narrativo fue lo natural, aun en el teatro y la lírica, hasta la transición de los siglos XIX y XX. Lo inusual fue la ausencia del desarrollo racional de una historia, de una idea o de una anécdota. Como ha mostrado Vicente Quirarte en un notable ensayo, la crónica es la base de todo lo que José Emilio ha escrito: cuento, novela, ensayos, periodismo cultural, antologías, y desde No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), poesía. Lo que cuenta es lo que bien se cuenta, podría decir Pacheco... pero respetando debidamente el género. La obra de Pacheco parece o es una larga y sostenida conversación: primero oye lo que sucede en la vida diaria y luego nos habla para que lo oigamos desde sus páginas. "Pacheco demuestra con el ejemplo -observa Quirarte- la capacidad para tender puentes, establecer correspondencias, hallar los paralelos en las disyunciones, visión para lo que pudo haber sido". Nada más alejado de la obra poética de Pacheco -que él ha visto él también como un Diario hablado- que los juegos pirotécnicos de José Juan Tablada, los bosques de metáforas de Marco Antonio Montes de Oca, el admirable desbordamiento verbal, pero a veces ilegible, de José Carlos Becerra o el esplendor lírico elevado al canto de Claudio Rodríguez.


Hablé de la vastedad de su cultura. En toda su obra es notable el número de referencias intelectuales. José Emilio da la impresión, como Borges o Reyes, de que no hubo libro que no leyera. Hombre y literatura se confunden en él. Podría haber dicho -a su manera es suyo- el muy citado verso inicial de "Brisa marina" de Mallarmé: "La chair est triste, hélas!, et j'ai lu tous les livres".


En el siglo XX hubo en nuestro país notables cultivadores del poema en prosa. En una dicotomía, enlistaríamos a quienes lo cultivaron pero no se distinguieron como poetas en verso y quienes siendo espléndidos poetas en verso lo fueron asimismo en el poema en prosa. En la primera familia, estarían modelos paradigmáticos como Julio Torri (Ensayos y poemas, De fusilamientos) y Juan José Arreola (Bestiario, Los cantos de Maldolor). No en balde, con excelente vista, con excelente gusto, los antologadores los incluyeron en Poesía en movimiento (1966). Sin embargo debe anotarse que Torri y Arreola, en sus libros, junto al poema en prosa, prodigaron como piezas de oro el ensayo corto, la minificción, la estampa, la fábula, el aforismo... En la segunda familia, notables poetas nuestros del siglo anterior escribieron también libros de poemas en prosa como estrellas únicas, entre los que podríamos citar a Ramón López Velarde (El Minutero), Gilberto Owen (Línea), Octavio Paz (Águila o sol), Jaime Sabines (Diario semanario) y Francisco Hernández (Máscarón de prosa); Pacheco se ubicaría en la segunda lista. José Emilio ha cultivado el poema en prosa en dos poemas aislados de Los elementos de la noche ("De un tiempo a esta parte", "Crecimiento del día"), y en secciones de los libros Desde entonces (1980) y La arena errante (1999) y en todo el libro La edad de las tinieblas (2009). En la galería josemiliana los poemas en prosa también da la impresión de una sucesión en movimiento de pequeños cuadros.


De los poetas antes mencionados, por la engañosa sencillez estilística, la mirada irónica y en momentos la penetración psicológica, Pacheco estaría más próximo a Jaime Sabines. En una entrevista que le hice al poeta chiapaneco por 1983, me dijo algo muy sugestivo: el ritmo del poema en prosa es como el de la sangre; desde luego Sabines hablaba por él, pero siento que el ritmo de la sangre es el que circula también en los poemas en prosa de Pacheco. Sin embargo en los asuntos tratados la más visible coincidencia entre ambos en sus libros es su fidelidad al tema de la Ciudad de México, si bien en esto, son visiones opuestas: después de cinco años difíciles vividos en Tuxtla Gutiérrez, en Diario semanario Sabines buscó en sus poemas

una recuperación respirable y jubilosa de nuestra urbe. Fue "un desahogo, un juego", me comentó. En cambio en Pacheco, por un lado, la Ciudad de México en su presente es sólo una imagen del desastre y en el futuro una visión apocalíptica de polvo y humo. De alguna manera, en este sentido, la Ciudad de México representa para Pacheco en una forma emblemática al mundo. Quienes vimos a veces en el curso de los años como exagerada en su obra la visión catastrófica, el tiempo le ha dado casi del todo la razón y quizá pronto se la dé toda. En un ensayo reciente sobre una poética compartida entre Alfonso Reyes y Pacheco, al analizar el poema "Génesis" de José Emilio, Evodio Escalante coincide con lo que decimos y sentencia desconsoladoramente: "No es que sólo como hombres somos tan efímeros, tan finitos, tan lábiles frente al transcurso del tiempo, sino que el paso y el peso de la historia es como un desplazamiento ineludible que en un parpadeo nos revela que ya fuimos expulsados y no hay posibilidad de retorno. ¿Es esto pesimismo? ¿O todavía peor, catastrofismo? Sí, sin duda hay algo de esto, pero no creo que haya manera de eludir los hechos".


Sin embargo en su obra, donde asistimos al espectáculo diario de un mundo de horror, de traiciones, de humillaciones, del amigo que puede llegar a ser más enemigo que los peores enemigos, de la víctima que puede buscar venganza para convertirse a su vez en verdugo, de "la trágica supremacía del más fuerte", de racismo y de clasismo, del opresivo peso de la culpa y de la Culpa, hallamos, cuando José Emilio se adentra en el pasado o en su pasado, resplandores mágicos, pequeñísimos cielos de ternura, una esperanza inútil a la que ilumina de inmediato otra esperanza que será pronto inútil, aquello que perdura y no se borra como "el segundo de amor, el minuto de acuerdo, el instante de amistad".


Si se me pidiera una crestomatía de las joyas sombrías de los poemas en prosa de Pacheco, diría que ninguna me impresiona más que "La conspiración", breve obra maestra, donde un acto ajeno -el suicidio de una muchacha- llena de culpabilidad para siempre a un grupo de amigos y el cual tiene una secreta correspondencia con otro texto de La edad de las tinieblas ("Pacto"). Y luego, si me es dable seguir, propondría "Una tarde", melancólico relato sobre una muchacha a la que se vio una sola vez; "Intercambio", que versa sobre los poetas de la generación que murieron, se mataron o los mataron antes de los 40 años; "Museo del novelista", conmovedora historia de una visita al museo de un escritor lugareño y que contiene un final sorpresivo; "El corredor", metáfora henchida de ternura de las victorias provisionales de la vejez; "El arte de la guerra", que lleva en sí la moralidad terrible -igual que "El libro"- de los cuentos orientales, y claro, las terribles fábulas en las que el hombre es comparable a animales y a aves y en su degradación extrema a arácnidos e insectos (mosquitos, moscas, cucarachas, hormigas...) La multiplicación feraz de los Gregorio Samsas se da como en cultivo en las pequeñas y grandes ciudades, y acaban al final, como el personaje -el monstruoso insecto- kafkiano, triste y repugnantemente barridos.

Se ha hablado muchas veces de que la literatura es un sueño ordenado, o para Borges, un sueño dirigido; a la inversa, algo en Pacheco, escéptico e íntimamente desencantado, lo atraía la gran mayoría de las veces a componer con palabras hechas música las más variadas pesadillas. La única fiel, la que nos acompaña siempre - "invisible, invencible"- es la Desdicha, pero aun así, pese a los triunfos numerosos de ella, como el boxeador de uno de sus poemas en prosa, Pacheco concluiría con algo que podría ser también una declaración o recomendación henchida de orgullo del hombre muchas veces vencido pero no doblado: "Nadie jamás me vio tendido en la lona".

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